OPERACIÓN CONCHA: metacine truncado
Operación Concha, a pesar de la mala nota que está cosechando en las fichas de webs especializadas -cuenta con un 3,7 actualmente en IMDb- y en el Festival de Donosti, en el que se presenta, y de las malas impresiones que a priori podamos intuir que nos dará -los malditos prejuicios, que tantas veces nos impiden ver películas acertadas- tiene algunas cosas buenas. Tres, para ser exactos.
Ninguna de ellas es situar sus acontecimientos en el marco del Festival de San Sebastián, en el que al año pasado la rodó el equipo aprovechando su edición número 64, con la entrega del Premio Donosti al actor que la historia precisa para justificar el contexto y darle una verosimilitud extra a la ficción, sino otras tres bastante más al alcance de la evidencia.

La primera de ellas es el póster, con todos los personajes situados encima de la peana en la que vive el Oscar, que aunque sea el premio norteamericano por excelencia, y se aleje por completo de los entregados en el certamen donostiarra, deja claro que Operación Concha va a ser un retrato satírico del mundo del cine. Los billetes volando alrededor del conjunto son el complemento perfecto para que abracemos esa idea.
Porque, efectivamente, Operación Concha se adentra en los entresijos de la industria para acercarnos a un productor (Karra Elejalde) que cuando ve que el título que tiene entre manos deja de tener financiación, urde una estrategia para volver a conseguirla en cuyos ingredientes se encuentra una millonaria inversora (Mara Escalante) y el actor cubano (Jordi Mollá) que ese año va a ser reconocido en el Festival.
Proceso de producción, rodajes, festivales y premios. La esencia de la industria en una sola película. La lástima es que casi cualquier otro largometraje que hable del cine es mejor que este, aunque solo roce el tema, caso de El viaje a ninguna parte, de Fernando Fernán-Gómez, o se interese más por él aunque no pueda abordarlo específicamente, como Tesis, de Alejandro Amenábar.

La comedia que Antonio Cuadri pretende componer lo es en intenciones pero no en resultados. El tono es evidente, la forma también, pero la risa no llega, los chistes no explotan, la gracia muere. Y el esforzado trabajo de sus actores se hunde, incluyendo el de una Bárbara Goenaga, acertada en su personaje de choni, con su permanente y molesto chicle incluido, que no puede calar como debe en medio del esperpento.
Y es que en este aspecto están los dos aciertos restantes de Operación Concha: en sus intérpretes. En un Karra Elejalde que hace lo que puede por defender a su arruinado productor, demostrando que lo único que necesita para sacar el sobresaliente es un buen guión porque la buena nota viene de serie gracias a su talento, y un Jordi Mollá que borda su doble papel de andaluz y de cubano y que si no estuviera en un film tan poco acertado, sino en otro con mejor proyección, podría optar, y muy merecidamente, a premios de interpretación.
Pero el conjunto es poco apropiado para lucirse. Formar parte de una obra en la que se tienen los materiales pero no se ha logrado combinarlos con la armonía, la precisión y el tempo necesarios lleva a que el conjunto no acabe de cuajar y se pierda en el océano de lo que pudo ser y no fue.
Silvia García Jerez