LA PUNTA DEL ICEBERG: El trabajo y la vida
Comenzar una película con un suicidio, con un hombre tirándose por una ventana y acabando con su vida encima de un coche, resulta muy poderoso a nivel narrativo. Porque la intriga ya está servida y sabemos que a partir de ese momento lo que se nos va a contar girará alrededor de ese acontecimiento, ya sea a nivel social, con las consecuencias que tal incidente tenga en las personas que lo rodeaban, compañeros, amigos y familia, o bien en el plano policíaco, ciñéndose a la investigación de las razones que han llevado al personaje a poner tan drástico final a su existencia.
La punta del iceberg indaga en el segundo aspecto y se mete en las entrañas de la empresa en la que tres empleados han decidido quitarse de en medio por distintas vías, al último de los cuales, el interpretado por Ginés García Millán, hemos visto agobiado al finalizar una reunión, justo antes de saltar. Será entonces cuando Sofía Cuevas entre en acción para descubrir la verdad, y los posibles motivos de la cadena de suicidios acudan a nuestras mentes aportándonos un amplio abanico de las más retorcidas explicaciones posibles.
Tratándose de una multinacional puede llegar a especularse con algo referido a un tema concreto de la misma tan sumamente grave que la muerte llegue a tomarse, por quien la escoge, como la única solución a un laberinto sin salida. Lo malo es que cuando se nos revela la respuesta, que aquí no vamos a desmenuzar aunque ya se haya especificado, incluso en el propio argumento con el que por lo general se resume el contenido de la película, llegamos a la conclusión de que aquella, la resolución, pedía mucho más para que ésta, la película, respondiera con coherencia al nivel de intriga con el que todo empieza.
Más que motivos económicos, financieros o jerárquicos, que por supuesto quedan apuntados como elementos colaterales desencadenantes de lo sucedido, y que le darían sentido al envoltorio de suspense con el que se tiñe cada escena, lo que encontramos son razones que no se apartarían demasiado del tono dramático que la película acaba exigiendo. Es decir, no estamos ante el germen de un thriller sino en medio de un problema que hubiera encajado mejor, por ejemplo, en el cine de Fernando León de Aranoa.
Película casi coral en la que Maribel Verdú, la investigadora del oscuro pasado del suicida y del lamentable presente de quienes no ven raro su acto, por lógico, debido a que todos se están enfrentando a lo mismo, sirve de eje entre los empleados y la función que desempeña entre ellos. Unos y otros tendrán que contestar a sus preguntas, con mejor o peor humor, según sea su predisposición, y del ramillete de testigos directos e indirectos, de personajes que conocían a los muertos y han de pronunciarse respecto a ellos y a sus circunstancias, destaca un inmenso Carmelo Gómez, intérprete al que parece que hemos perdido en la pantalla grande por su decisión personal de retirarse de un medio en el que es un auténtico maestro.
Que no quiera hacer más cine, ni siquiera televisión, que su intención desde hace más de un año sea dedicarse únicamente a las tablas, es algo que apena por principio. Un actor tan sólido, tan apabullante, con una voz tan imponente y a la vez tan cálida, no debería querer abandonar esta parte de su profesión. Porque él hace grande las películas. En La punta del iceberg destaca con su sola presencia. Además de por el efecto psicológico de que su imagen no vaya a prodigarse más en el ámbito cinematográfico, porque su personaje es el representante del tono que debería primar en la película. Por contraste con el alma taciturna de su ambiente es quien se nos queda grabado en la memoria.
Secundario en metraje y protagonista en el recuerdo, el de Carmelo Gómez es un personaje soberbio y él logra, interpretándolo, escenas llenas de fuerza, de las que agarran y no te sueltan, de las que se disfrutan con cada una de sus palabras, de sus frases, de sus miradas. Si es verdad que no vuelve, qué excelso actor hemos tenido.
Y concluye La punta del iceberg dejándonos sabor a poco. La sensación inequívoca de que pudo ser mucho más, de que pudo trascender y fijar el momento de crisis que tantas películas, sobre todo norteamericanas, han retratado de una forma u otra. En lugar de eso, ésta opta por señalar un punto a corregir, de tantos como puede haber en una empresa, que no deja de ser una demo de sociedad, sin otra finalidad que dejar patente que el mal del que habla es algo a tomar en serio. Pero como en este aspecto estamos demasiado prevenidos no nos resulta más sorprendente que el hecho de verlo, de nuevo, reivindicado.
Silvia García Jerez