LA LEY DEL MERCADO
Un hombre bueno (es difícil de encontrar)
La realidad actual es tan desasosegante que no para de colarse en la ficción, superando las fronteras del cine social. En estos últimos años, la mayoría de las películas -y no sólo dramáticas- han reflejado la crisis económica y todo lo que ha infectado; y si bien, los telediarios y documentales parecen los más indicados en explicárnoslo, son ciertos filmes los que muestran alguna solución aunque parezca de ciencia ficción.
Este es el caso de la estupendísima La ley del mercado, donde nos cuestionan un dilema moral que parece irreal para esta sociedad de salvase quien pueda y que cada cual aguante su curro.
Dirigida por Stéphane Brizé, se escapa del cine denuncia y tampoco juzga, pero nos grita sin alaridos aquello que no queremos ver porque empezamos a estar tan acostumbrados que ni lo reconocemos como posible opción real.
Los hermanos Dardenne en Dos días, una noche ya apuntaron la fatal de compañerismo imperante en cualquier empresa por aquello de perder el trabajo aunque implique que lo pierdan otros y en Los lunes al sol de Aranoa, aunque algo más localista, se perfilaba el tema de los absurdas dinámicas administrativas y las humillantes actividades para los desempleados.
En La ley del mercado asistimos a una mezcla de ambas en un trabajado efecto de naturalismo con cámara en mano y constante presencia del protagonista aun saliéndose del plano, involucrándonos en la vida de un cincuentón en paro que se enfrenta al sistema con dignidad y honestidad; algo que parece que no es real, como de otro mundo, porque no tiene cabida en éste donde el débil se zampa al débil por subsistir.
El film, construido con pequeños momentos rutinarios que a priori podrían resultar insignificantes, va dibujando a la perfección la hondura y medida del protagonista -de hecho, ese el el título en inglés The measure of a man– para llegar al magnífico giro final, que muchos no entenderán porque alguien en esa situación parece que no puede elegir… Y nos lo hemos creído.
Un cincuentón con mujer y hijo enfermo a su cargo, encuentra un trabajo como guardia de seguridad de un hipermercado de gran superficie. Tras casi dos años en paro, su jornada laboral consiste en mirar en un microcosmos de cámaras a lo gran hermano quién roba -o se sospecha- e interrogarles en un cuartito. Nada personal, es sólo un empleo más.
Pero la realidad es que lo hace la mayoría, hasta los propios empleados, sus compañeros del super que se convierten en ladrones de cupones descuento. No lo vemos pero todo está grabado y lo advierten. Y cada confesión, es una vida entera.
Y esa ley del hiper, de inocentes y no culpables, le asquea como le asqueó su pasada empresa a la que denunció pero no quiere ni a mencionar por salud mental; y como le desconciertan los humillantes cursillos y entrevistas fallidas que sigue cumpliendo, aguantando comentarios impertinentes de sus compañeros para mejorar su imagen en una futura entrevista de trabajo que seguramente ya esté perdida; como la que presenciamos vía Skype donde le exigen la sinceridad y capacidad de cobrar menos en un puesto que no le corresponde, aún avisándole de que no tiene posibilidad alguna. Pero hay que hacerla. Y lo hace. También escuchar el consejo del banco de vender su casa para obtener liquidez cuando sólo le quedan cinco años por pagar de hipoteca… Y no lo hace.
Y mientras cumple serenamente con el sistema del que parece que no se puede huir, le vemos limpiando cuidadosamente una caravana que debería vender para llegar a fin de mes, pero que no bajará de precio ante los compradores in situ, pues ya había sido acordado de palabra y debe cumplirse lo pactado.
Así que a pequeños retazos que implican una gran profundidad, conocemos a este hombre de mediada edad, mostrándonos una forma de ser y una forma de vida, noble e íntegra; una humanidad que parece que hemos olvidado con este capitalismo tóxico y perverso.
La ley del mercado tiende al doc pero es una historia de ficción con actores no profesionales salvo el sensacional Vincent Lindon, que da vida a este hombre sencillo -bueno- que tal sólo quiere que su hijo estudie aún teniendo una discapacidad y bailar rock & roll con su mujer una vez por semana…
Y trabajar, pero no alimentando a la bestia del sistema.
Lindon está espléndido y sin estar en cada plano, como si necesitara -y necesitáramos- distancia frente a esa precariedad laboral y moral, sentimos lo que piensa aunque esté de espaldas o mire de soslayo un vagón de metro llegar.
Cine para reflexionar, sí, y además bien hecho y necesario.
No dejen de verla.