ALTAMIRA: escasez de luz en las cuevas
El descubrimiento de la cueva de Altamira, datado de 1879 y atribuido a Marcelino Sanz de Sutuola, un hombre aficionado a la arqueología en aquella Cantabria, y realizado en la práctica por su hija María, es un material de primera clase para llevar al cine. También el proceso de aceptación de la Iglesia católica y de la comunidad científica, a las que costó años aceptar como cierto lo que se antojaba revolucionario, forman parte de un mosaico fascinante que podría dar como resultado una película única.
Altamira lo es, pero por los motivos equivocados. Se trata del perfecto ejemplo de lo que no debe hacerse en una pantalla grande, y eso, en el fondo, también tiene su mérito.
Para empezar, el primer error de la película es haberla rodado en inglés. Se comprende que una coproducción entre Estados Unidos, Francia y España, con un director británico a cargo de las riendas, deba contemplar la idea del idioma de William Shakespeare como única opción de trabajo para un equipo tan ecléctico, además de la necesidad de esta lengua de cara a las ventas en el mercado internacional. Pero lo cierto es que resulta raro escuchar a los intérpretes de la película hablar en un inglés que no parece propio ni de la tierra en que transcurre la historia ni de los personajes que la protagonizan. Tan raro es este pequeño gran detalle que no nos permite, en muchas ocasiones a lo largo de la cinta, sumergirnos de lleno en su metraje.
Altamira la protagoniza Antonio Banderas en el papel de Marcelino. No es necesario darle demasiado margen a la cinta para darnos cuenta de que no es esta la mejor interpretación del actor malagueño. Banderas, que nos ha regalado momentos muy grandes en el cine, en esta ocasión no consigue deleitarnos. Pero es que tampoco el guion le ayuda. Y mucho menos la dirección, que corre a cargo de quien hace décadas firmase la brillante Carros de fuego: Hugh Hudson. Aunque, curiosamente, ni por ella lograra como director ninguno de los cuatro Oscar que la película obtuvo en 1982, incluyendo el mejor producción del año. A Hudson se lo arrebató Warren Beatty por la soberbia Rojos.
En este otro film que ahora estrena, Hugh Hudson comete algunos de los errores que solo suelen observarse en estudiantes de cine poco aplicados, tales como una planificación deficiente gracias a la cual se producen saltos de eje totalmente inapropiados al unir en el montaje final planos que no cuadran unos respecto a otros, cortes inexplicables que entorpecen la fluidez del relato o primeros planos más propios de un telefilme que de una cuidada factura destinada a la exhibición en la gran pantalla.
A pesar de tantas pegas, no todo es malo en Altamira. Cuando esto le ocurre a una película lo que se suele destacar de ella, para salvarla, es la fotografía, que en este film sí es espléndida, no se podía esperar menos de José Luis Alcaine, pero me parece más admirable la labor que ha llevado a cabo Mark Knopfler en la banda sonora. Cada acorde es reconocible como obra del genio de Dire Straits. Él nos acompaña en el periplo y nos lo hace más llevadero. Solo por escuchar su trabajo vale la pena adentrarse en estas cuevas, por mucho que la joya que encontramos en ella no se merezca una película semejante.
Silvia García Jerez