BELFAST
Camino a la madurez, en el lado brillante de la carretera
Amable y justa. Luminosa. Brillante. Y muy bonita. Así es Belfast, la nueva película de Kenneth Branagh. El director, guionista y actor, quien está a punto de estrenar también su versión de Muerte en el Nilo, nos muestra las memorias de su infancia entre vecinos católicos y protestantes, luchando con un marcado acento irlandés, la buena música de Van Morrison y una fotografía tan cuidada como optimista.
Todo resplandece en Belfast de Branagh, aún reflejando aquellos tiempos convulsos al comienzo de los años sesenta, en Irlanda del Norte. Y todo funciona: el reparto, la ambientación, las costumbres reflejadas, los diálogos planteados, y hasta los encuadres utilizados cual bellas postales; desde el paisaje actual de la ciudad, en color, con el que arranca el filme, a los recuerdos en un impresionante blanco y negro del ese barrio obrero donde la vida pasaba en la calle, y la tapa de un cubo de basura igual servía de armadura contra dragones que de escudo frente a las piedras lanzadas, entre barricadas, a las puertas de las casas.
Por la mirada Buddy -el maravilloso crío protagonista, en quien intuimos a Branagh de niño- conoceremos la Irlanda en competencia con Inglaterra por falta de entendimiento en cuestiones de fe, lengua y territorio, mientras asistimos a la ardua tarea de crecer y hacerse mayor.
Un salto a la madurez que no solo experimentará el chaval (el debutante, Jude Hill). Asimismo sus progenitores en busca de su lugar en el mundo, fuera de Belfast, y la pareja de abuelos paternos aceptando la vejez. Y a par, quizás, para el hermano mayor, siempre callado pero siempre presente.
A través de continuos detalles que van cobrando sentido durante el metraje -incluso el simple anuncio de detergente que suena en la radio-, Branagh demuestra ese amor por el teatro, el cine y la familia que le ha formado, convirtiendo Belfast en un romántico y sencillo relato de nostalgia, además de un precioso homenaje a esos compatriotas («campeones del colesterol y conquistadores del mundo con sus tabernas y cervezas Guinness») que se fueron, o se quedaron.
Belfast es redonda desde ese principio con la presentación de las gentes y el lugar, abarcando un imparable juego de planos (del corto al secuencia, pasado por el frontal, contra-picado y giro de 360 grados), donde hay algo de Chaplin y mucho del Western, hasta su emotivo final, tan coherente como deseado.
Llegando a una determinada edad es imposible no hacer recuento de lo que cada cual ha vivido. Siendo cineasta, parece impensable no plasmarlo en algún momento, componiendo así parte de su filmografía.
En el último par de años, Almodóvar ha ficcionado sus recuerdos entre pasiones, vicios y enfermedades. Y Sorrentino ha hecho lo propio, de adolescente futbolero.
Branagh no podía ser menos. Y ante la encrucijada de evocar aquellas luchas obreras y cambios culturales con la Iglesia de por medio, se queda con los buenos recuerdos, eligiendo siempre ese lado brillante del camino que Morrison, el León de Belfast, continúa cantando.
Acompañamos a Buddy a cotillear las conversaciones de los adultos -de esos padres ausentes por trabajo y esas madres entregadas a la educación de los hijos- y a escuchar los consejos sobre la primera novia, que le dedica su encantador abuelo (estupendo, Ciarán Hinds), un minero retirado y el «gran pensador» de ese vecindario, en el que todos se conocen por su nombre de pila, apodo, o número del portal.
Sin embargo es junto a esa abuela (incuestionable, Judi Dench), tan preocupada por la escalada de violencia alrededor como comprometida con el pequeño («Si no puedes ser bueno, ten cuidado»), cuando sucede el momento mágico del filme; en la sala de cine, viendo esas películas de dinosaurios o de autos locos como Chitty Chitty Bang Bang, advertimos que la vida en Belfast, entonces, ocurría realmente en technicolor (una secuencia llena de emoción y todo un alarde técnico).
En los próximos Óscar, Belfast sonará más de una vez (pues incluso la madre de Buddy tiene una escena de ésas, de premio). Y probablemente será enfrentándose en la fotografía a los mundos de Dune, a esa otra maravilla que es The power of the dog de J. Campion, y a la semi-teatral e igualmente asombrosa adaptación en blanco y negro de Macbeth por uno de los hermanos Coen (resultando algo paradójico para quien proviene de los escenarios británicos y llevó Shakespeare al cine para el gran público, a finales de los ochenta).
Mas los relatos personales suelen gustar y éste, cuasi autobiográfico, es tan genial como el cartel promocional, con ese Buddy en un gran salto, sobrevolando las cabezas sonrientes de toda su familia.
Así que láncense sin reparos, y disfruten del Belfast de Branagh. Pero, please, háganlo en versión original, que es parte de la historia.
Mariló C. Calvo