NINA: Un huracán de venganza
Tras Ana de día, Andrea Jaurrieta se enfrenta a su segunda película como directora, Nina, una cinta mucho más compacta, más reposada, más sólida. Se nota que ha crecido como cineasta de un título al siguiente.
En él, pone a su protagonista en el centro de un huracán de venganza que se desata desde el comienzo de la proyección, que venía ya de antes pero que nosotros sólo dilucidaremos una vez avanzado el metraje, cuando tengamos unas cuantas piezas del puzzle armado y sepamos qué está pasando con este personaje que tan poco habla pero del que acabaremos sabiéndolo todo.
Nina vuelve a su pueblo, del que salió para intentar ser actriz, pero regresa sin haberlo conseguido y con una mochila llena de horrores del pasado personificados en una escopeta. Con ella tiene previsto un plan que quienes la han visto con el arma intuyen, sin querer imaginar que realmente vaya a usarla de ese modo. Le preguntan, pero ella no responde. Hay mucho dolor acumulado que sólo debería salir de una manera… y hay que guardar fuerzas para cuando llegue el momento de darle la salida que Nina busca.
Nina es una de esas películas que ganan en el recuerdo. La primera media hora pesa, sus continuos silencios desesperan frente a esa tortilla que no se acaba de degustar, pero aún hay tiempo para ir desgranando qué le ha pasado a este personaje tan destrozado física y emocionalmente.
Andrea Jaurrieta va mezclando el pasado con el presente para que conozcamos el periplo de esa Nina adolescente que es víctima de algo que no acaba de entender. No sabe cómo actuar, y menos en un pueblo en el que todo está claro para todos pero en el que nadie, más allá de miradas delatoras que nada importan porque nada van a detener, hace ni lo más mínimo por ayudarla. Sólo se tiene a sí misma, pero ha de reunir un coraje del que no es fácil proveerse.
Tras esa media hora que se hace algo cuesta arriba, el recorrido de Nina se tornará más y más fascinante. En su forma y en su fondo. Un thriller vestido de western con retales almodovarianos que van dejando a cada minuto más y más abrumado. Es fantástico comprobar cómo Andrea Jaurrieta asume de esa manera los rojos que Pedro usaría probablemente del mismo modo. Y le quedan espectaculares. Ese rojo que unifica la pasión por llegar a la meta autoimpuesta con el de las heridas que no se acaban de cerrar es un acierto en cada fotograma. No abusa de él, lo cual es más llamativo y mucho más eficaz. Un recurso útil y solvente que confirma la madurez de Andrea como directora.
Pero Nina también es la consagración de Patricia López Arnaiz como gran dama de la pantalla. Con esta interpretación demuestra que nada se le resiste, ni siquiera los personajes más complejos y menos expresivos. Tiene sus motivos para esconder su rencor, pero también ha llegado concentrada en el fin que la ha traído de nuevo a casa, hasta tal punto que esa concentración no le permite ser ella misma. Si es que Nina conserva algo de la Nina que se fue. No, está claro que de ella sólo queda el nombre. Ni palabras hay ya. Pero no las necesita, sólo tiene que apretar el gatillo cuando le sea posible, cuando la ocasión se presente.
No es de extrañar que Nina fuera una de las películas más alabadas en la pasada edición del festival de Málaga. Tiene la fuerza y el potencial para llegar a ser un clásico de nuestro cine, junto a una heroína que con su abrigo rojo y sus gafas de sol ya es un icono. El cartel con el que se comercializa redondea el arte de un título que quedará en la memoria de todo el que se adentre en su universo.
Silvia García Jerez