EL JUEGO DEL CALAMAR: Analizando el fenómeno
A estas alturas opinar sobre la serie de moda, El juego del calamar, que se puede ver en la plataforma más comercial de todas, Netflix, es una gota más en un vaso que hace tiempo que se rebosó. Todo el mundo ha emitido ya su veredicto y la serie solo suma adeptos intrigados por el contenido de un fenómeno que no para de crecer y que tiene enganchados tanto a los adultos como a los niños, para preocupación de sus padres y de sus profesores, que asisten atónitos a la revolución que supone engancharse a una serie coreana, nada de americana, que sería lo suyo, según dicta nuestra cultura audiovisual.
Huang Dong-Hyuk, creador de la misma, parte de juegos infantiles para crear sus mortíferas pruebas. Los castigos por no superarlas son la eliminación real del jugador que falle. Uno menos. Esa es, insistimos, la ficción de un planteamiento que en eso debería quedarse: en ficción. Pero es que los niños, según informan medios de Andalucía o Galicia, reproducen juegos de la serie y como escarmiento dan bofetadas en la cara (castigo que también aparece en los capítulos) o patadas a sus compañeros.
La idea la tuvo su creador en 2008, durante la primera gran crisis económica reciente, cuando muchas personas tuvieron problemas y acumularon deudas que no podían pagar, punto de partida de El juego del calamar, a raíz de lo cual aquellos insolventes que se ven perseguidos por quienes quieren recuperar su dinero aceptan participar en estos juegos cuyo mecanismo desconocen (cada uno se irá revelando a su debido tiempo) para ganar a cambio, si sobreviven, una cantidad desorbitada de millones.
El juego del calamar está recomendada para mayores de 16 años, pero ha llegado en un momento en el que todo se ha juntado: juegos infantiles –de sencilla realización, de los de toda la vida- con un mundo en el que los niños, cada vez más pequeños, cuentan con un móvil con el que graban las palizas que les dan a los compañeros a los que acosan. Es decir, los niños, de por sí, están más acostumbrados de lo que nos gustaría a vivir rodeados de violencia. Y esta serie ha llegado para darles una idea más de lo que pueden llegar a hacer, y un poco a consolidar sus comportamientos, cada vez más asumidos por la sociedad, que se siente impotente y no sabe bien cómo detener la oleada de violencia adolescente que acaba generando. Suele decirse que el problema de la violencia no lo tiene la ficción sino cómo ésta se asume. Parece que sólo nos preocupa cuando se convierte en un escándalo, porque la violencia es violencia siempre, trascienda o no la ficción.
Y sí, no es recomendada a menores de 16 años, pero cuántos niños se han quedado durante años viendo programas no aptos para ellos que acababan más allá de las 00:00 y excepto comentarlo como algo que no debería pasar, no se ha hecho nada más. Ahora una serie, pura ficción, les da unas alas distintas. Y diles a los niños que no la vean, que seguro que ya es tarde.
El juego del calamar, seamos sinceros, como serie es espléndida. Nada de lo que muestra es nuevo, ya nos lo enseñó Takeshi Kitano primero con Humor amarillo, ese programa que vimos muchos en los 80, tan divertido y con pruebas tan bestias, con puertas como las que aquí aparecen para acceder a las actuales, y después con Battle Royale, aquel film del año 2000 en el que el gobierno japonés obliga a una clase de secundaria a matarse unos a otros y a que solo pueda quedar uno. La competitividad agresiva no es nueva en la cultura oriental. Otra cosa es que su reflejo en la ficción no haya tenido un recorrido tan masivo como ahora, pero de eso no tienen la culpa sus creadores.
Por lo tanto, El juego del calamar no inventa nada, aunque parezca que sí. A una tradición de violencia en su cine, la serie añade una mezcla de juegos inocentes con la horrorosa vida cotidiana fuera de la isla a la que son llevados los concursantes, y este cocktail hace de esta propuesta algo de lo más estimulante.
Su imaginería, los símbolos de las tarjetas, los monos rojos marca La casa de papel -de Netflix- y las máscaras de los soldados, la del Líder, tan distinta y tan imponente, las escaleras a lo Dentro del laberinto, la muñeca gigante que detecta quién se mueve cuando no debe en el juego Luz roja luz verde, todo lo que vemos en la serie es impactante y hace de ella algo único.
Una regresión al pasado, a la infancia en que esos juegos lo eran todo para una generación que ya creció, antes de que los móviles invadieran nuestras vidas y anularan la inocencia de saltar y correr en las calles con las reglas de un dibujo confeccionado con tiza. Ese pasado no tan lejano en el que tenías que separar el auricular del cuerpo del teléfono y marcar los números con las teclas. Ahora que tanto se lleva la nostalgia de los 80 en las series y en el cine, El juego del calamar aporta la suya, que no es, aunque creamos lo contrario por tratarse de otra cultura, tan distinta a la nuestra, porque la nostalgia que nos ofrece no es tanto audiovisual, aunque también aporte algo de lo ya visto, como de la vida misma, que tiene más peso porque esa sí que no es ficción.
También está maravillosamente lograda la dicotomía entre la oscuridad de lo que ocurre fuera del lugar de juegos, la noche perpetua en la que viven quienes no están jugando, la desesperación que solo se ilumina con las luces de neón de los negocios ruinosos a los que se dedican quienes tratan de sobrevivir en Seúl, o donde puedan, haciendo contraste con los colores ideales de los escenarios en los que los participantes luchan por el premio.
Luces vs sombras, cuando en realidad todo son sombras, porque por muchos colores pastel que les rodeen, todo lo que tiene lugar en esas bonitas habitaciones es tan espantoso como lo que hay en el exterior. No hay salvación posible, ni con colores ni sin ellos. Pero la serie resulta espectacular hasta en esos detalles, tan bien pensados. Iconografía infantil para un espectáculo adulto. No puede llegar al público con más facilidad.
Los asiáticos son asombrosos, y haciendo cine también. El éxito que obtuvo Corea del Sur con Parásitos, otra genialidad donde la balanza entre pobres y ricos se manifiesta a través de la oscuridad y la violencia dentro de un decorado lujoso con jardín incluido, de nuevo la dicotomía entre lo grande y lo pequeño, lo deseable y lo rechazado, obtuvo 4 Oscars, entre ellos a la mejor película del año, algo que le dio visibilidad internacional a una de las industrias audiovisuales más creativas del mundo. Y en El juego del calamar volvemos a ese concepto, al de los parásitos de la sociedad que pretenden salir de su absoluta pobreza.
Que no se trate del cine comercial que solemos ver, entre otras cosas porque tampoco llegan muchas de sus películas a las salas, aunque sí lo hacen a las plataformas, no les resta el mérito que llevan décadas teniendo. No solo desde que su cine de terror, con The ring o Dark Water, los títulos más conocidos del boom de la producción japonesa de los 90, con sus correspondientes remakes americanos a la zaga del éxito, despertara a muchos el interés respecto al nivel que el cine asiático tiene, ya gozaba de él con Akira Kurosawa o Kenji Mizoguchi.
Porque su cine de terror es descomunal, pero también lo son sus thrillers o sus dramas. Sin ir más lejos, Gong Yoo, el hombre que introduce al protagonista en el juego, lo fue a su vez tanto de Train to Busan, posiblemente la mejor películas de zombies que se haya hecho, como de El imperio de las sombras, un hito del thriller de acción surcoreano, y Oh Yeong-su, el participante número 1 de los que compiten por tantos millones, ya estuvo en Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera, uno de los dramas también surcoreanos, más bonitos que el cine contemporáneo recuerda. Que no tengan la distribución ni la atención que se merecen no les quita ese título, ganado a base de talento y originalidad y un dominio del oficio que debería recibirse con honores.
El juego del calamar tiene un poco de todo eso. Si nos abstraemos del fenómeno que está siendo, lo tenemos que admitir: es una culminación de la genialidad creativa asiática convertida en un torrente de fama imparable.
Posiblemente lo único que necesitaba una producción asiática para llegar a todos los espectadores era estar incluida en el catálogo de la única plataforma que apostó por ella después de que su creador recibiera ‘noes’ durante 10 años de tantas otras. 142 millones de cuentas de Netflix han caído en la red de un juego que no es sino la punta del iceberg de la creatividad de las mentes que están detrás de los títulos de ese mercado. Un éxito que más allá de premios por fin ven reconocido en un producto que independientemente de su nacionalidad (parece que ésta ya no importa, solo hay que verla) le funciona a los espectadores que se acercan a ella. Cojamos la tarjeta, pues, y empecemos.
Silvia García Jerez