UN AÑO, UNA NOCHE: Trauma imborrable
En Un año, una noche el director Isaki Lacuesta nos lleva al 13 de noviembre de 2015, a la noche en que ocurrieron los atentados de París, y nos sitúa en la sala Bataclán, en la que murieron 130 personas y 415 resultaron heridas. Todos ellos fueron a disfrutar del concierto de Eagles of Death Metal, y en plena actuación los terroristas entraron en la sala y comenzaron a disparar. La banda salió de inmediato del escenario, sobrevivió al ataque, y muchos de los fans corrieron y también pudieron escapar. Algunos heridos, pero salieron de allí.
Ramón González, un español que estaba en el concierto con su novia Celine y un par de amigos más, fue uno de ellos y, como terapia ante el trauma imborrable sufrido como consecuencia, escribió la novela Paz, amor y Death Metal (Tusquets, 2018) que ahora Isaki Lacuesta ha llevado al cine con guión de Fran Araújo e Isa Campo.
En Un año, una noche, Lacuesta se acerca al atentado, que es lo que marca la narración, y lo hace a posteriori, a base de recuerdos, no de recreación inicial de la que surjan sus efectos. Ramón ya ha sobrevivido, Celine también, y ambos intentan desde conciliar un sueño diario que no logran que sea superior a una hora, hasta rehacer sus vidas, algo imposible para Ramón, que incluso tiene que cambiar de profesión dentro de su faceta de músico, que es lo que realmente era antes de entrar en la sala Bataclán aquella noche.
Ramón ya no es el mismo. Ni siquiera por fuera: un chico alegre que ya no sonríe. Celine parece que sigue siendo la que era, pero tampoco. Las secuelas son enormes y los recuerdos, constantes. Imposible seguir adelante, todo se detuvo allí dentro entre silencios llenos de terror, lloros incontrolables y la eterna espera por la llegada de la Policía para sacarlos de sus escondites. A esos momentos iremos volviendo periódicamente, como flashazos de recuerdos entre el insoportable día a día.
Un año, un noche es una mezcla entre el homenaje y el testimonio. Es dejar constancia de lo que ocurrió pero sin regodearse en la matanza. De hecho, no la vemos. Sólo contemplamos los ojos asustados de quienes sí fueron testigos, los ojos de Ramón y de Celine. Y sabremos lo que hicieron y cómo consiguieron sobrevivir. Pero no deja de ser una película con mejores intenciones que resultados.
Porque Un año, una noche se hace larga, no necesitamos tanto día a día de sus personajes. Y además no cuenta con una narración clara. No sabes muy bien a qué atenerte. Por momentos, por escenas enteras, nos preguntamos si lo que estamos viendo es real, si son recuerdos o ensoñaciones, o hasta deseos de que lo que ocurre en la pantalla hubiera sucedido de verdad… una vez pasado lo peor. Es decir, la conclusión a que se llega es que es confusa, compleja. Y eso, hablando de supervivientes de un horror, no es justo.
El Ramón de la pareja protagonista está interpretado por Nahuel Pérez Biscayart, actor argentino que dio el salto a la fama cuando interpretó a Sean en 120 pulsaciones por minuto, pero que ya había trabajado en muchas producciones antes, incluso en la serie española Aquí no hay quien viva, en el año 2008, en el papel de Lucas. Su primer personaje en francés lo rodó en 2010, en el film En lo profundo del bosque, tras el cual estudió el idioma, del que apenas sabía nada, y ahora lo domina de tal manera que lo identificamos más con el cine galo que con las cinematografías española e hispana, que son las de su lengua materna.
Y está sensacional, Nahuel, en Un año, una noche. Es, posiblemente, lo mejor de la película, porque es un actor descomunal y aquí vuelve a demostrarlo. Ni una fisura en su Ramón, resulta apabullante verlo sufrir, verlo sin rumbo, preguntándose por qué tanto con su actitud como a voz en grito. Sus miradas, sus movimientos. Todo en él revela a un hombre perdido. Debería estar contento pero está desorientado. Ni siquiera su chica, una Noemí Merlant no tan brillante como suele, es capaz de darle respuestas, solo reproches. Pero ella no ha visto lo mismo que él, no ha pasado por la misma experiencia, aunque estuvieran en el mismo lugar. Y no, no es igual. Aunque los dos estén mal no lo manifiestan del mismo modo. Para ella es más fácil. O eso parece. Y la sintonía no es la misma. A la larga, es complicado de llevar.
Como registro de lo que supone un trauma, Un año, una noche es un acierto. La idea del atentado a modo de flashes de recuerdos es brillante: así funciona nuestra memoria. Pero se hace larga, errática. No hacen falta dos horas para contar ese miedo primero, ese trauma posterior. Cinematográficamente hablando su narrativa queda a la deriva, no es adecuada. Ahí es donde la película se pierde y nos pierde. Y donde llegamos a la conclusión de que no es tan redonda como esperábamos.
Silvia García Jerez